EL REGRESO
La distancia permite observar con perspectiva… y no hay verdad más cierta.
Desarrollar una vida cotidiana en el pueblo, nos aporta una suerte de regalos, que sólo al alejarnos de nuestra pequeña tierra, somos capaces de comprender en profundidad.
Por eso, estas líneas están escritas, tanto para los que habitualmente pasean por sus calles, para que recuerden lo afortunados que son desde los ojos de una desarraigada, como van dirigidas, a los que se encuentran en la misma situación que yo, pues es bien seguro, que muchos se sentirán identificados.
El primer abrazo de bienvenida con que nos recibe Guadramiro al llegar, se produce al bajarnos del coche y respirar profundamente ese aire puro y limpio cargado de aromas de campo.
¡Aire purificador!, que al penetrar en los pulmones lentamente, va ejerciendo un efecto tranquilizador. Nos invade la paz, la calma, el bienestar interior…
La llegada al pueblo supone el reencuentro con la esencia que me constituye.
Me siento rodeada de frescor de pura naturaleza; y comienzo a observar…
En las ciudades se empequeñece el alma, el ruido nos aturde el pensamiento, aquí veo con claridad.
A mi alrededor piedras, muchas de ellas caídas, que nos recuerdan el triste declive que nos amenaza. Surge inmediatamente el deseo imperioso de reconstruirlas, como un modo de intentar recuperar el esplendor pasado.
Pero, no puedo apartar la vista de ellas, se queda fija, escudriñando los rincones, esas piedras caídas atrapan mi atención y es que esconden también un encanto misterioso.
Sigue la vista paseándose, degustando los colores y las formas con los que se reencuentra. Hace un alto inexcusable en las flamantes peñas, aquí, la parada es larga y a la memoria vienen los gritos de la infancia al resbalar por su superficie, la sensación de vértigo y cosquillas al deslizarme rápida y veloz, sobre un saco, por ese trampolín natural y parque de juegos que la naturaleza ofreció generosamente a los niños del pueblo, generación tras generación.
La vista se detiene en cada uno de los recovecos que conforman las peñas, recovecos que en la infancia tenían, todos, una función, puesto que en cada uno se desarrollaban unos juegos.
Los recuerdos llegan juntos, se atropellan unos a otros, distintos juegos, distintas experiencias en cada etapa de la infancia en el pueblo, y en gran parte de esos momentos, las peñas como escenario.
- “¡Mira! Allí, en la esquina, casi aun puedo ver la casita que hacían los niños más mayores! ”
No puedo evitar una sonrisa.
Levanto la mirada sobre las peñas y queda atrapada de nuevo… ¡allí está!, ¡la espléndida Torre de mi pueblo!, arrogante, majestuosa, envejecida pero firme y mágica. Símbolo de nuestra grandeza pasada que en ella se perpetúa. Portadora de unas campanas, que orgullosas, reivindican su presencia, marcándonos el tiempo y las citas importantes, al irrumpir con su soniquete de cuento, entre los sonidos habituales de este hogar nuestro … el canturreo de los pájaros, el viento ostentoso, a veces, azotando las ramas de los árboles, el valido de las ovejas, …
¡Me llaman! He estado absorta mientras todos se saludaban, como siempre. Hay que descargar las maletas del coche.
Luego… seguiré observando…
Al entrar en mi casa, ese olor característico a chimenea y a madera antigua. Salto por dentro. Sonrío. ¡Me encanta! Estoy en mi casa, en la casa de mis abuelos.
Tras descargar y saludar me escapo sola, a dar un paseo por los caminos, ¡necesito rodearme de naturaleza!, de la que considero mía, después de tanto tiempo lo ansío, lo necesito.
Necesito escucharla y sentirla. Llego a la vega y el sonido de las hojas de los chopos alborotadas por el aire me recibe. El sol juega con el color de las hojas y entre las piedras. ¡Que reencuentro tan delicioso!
¡Me siento libre!, casi me dan ganas de gritar y extender los brazos al aire.
Al mediodía comemos todos juntos a la chimenea, la leña chisporrotea animosa.
- “Va a llover”, dice mi madre, “es la señal”.
Hipnotizada por el fuego, ahora son los recuerdos de las conversaciones perdidas, realizadas por los seres más queridos, también perdidos, al son del baile de las llamas, las que me vienen a la mente.
Historias, anécdotas, risas, experiencia, amor… todo se cocía en esa cocina, al son del alegre fuego de la gran chimenea.
Nuestro punto de reunión y de convivencia y siendo así, ¡quien necesita televisión! No hay precio para pagar el disfrute de esos momentos, donde el centro de atención son las personas, que se miran a los ojos, comparten y conversan.
¡Qué grandes oportunidades nos brinda el frío intenso del invierno!, que curte el alma y permite esa convivencia en torno al fuego o al brasero.
A la par, se me vienen a la mente dos momentos placenteros del verano.
Amanecer muy temprano, salir al campo y respirar el frescor del día que se abre. El aroma de la mañana, un día de verano, otro regalo sin precio.
Y al mediodía, sentir el sopor del duro verano salmantino, detrás de los anchos muros de la casa materna, que impiden, tan robustos, que ese calor penetre en el interior. En el exterior arde el aire y pesa el cuerpo, pero bajo su cobijo sólo se siente frescor y yo, SIEMPRE, protección.
¡Que sabios los antiguos constructores!
Tras la comida, recorro la casa, cada una de sus estancias. Miro a través de las ventanas por las que miraron mis abuelos. Pisar este suelo me ayuda a comprender y a comprenderme, a sentir y a sentirme.
¡Llueve! Tenía razón mi madre.
Al atardecer marcho al bar a rodearme de los amigos, a recibir su afecto y a ofrecer el mío. A disfrutar con sus historias y a ofrecerles las mías, a participar de su vida.
Amigos que siempre te reciben, aunque la distancia sea larga y el tiempo sin verlos también.
Amigos que reencontré y recuperé de mi infancia y otros a los que descubrí al regresar.
¡Allí!, entre cafés y juegos de cartas me siento en MI CASA.
Pienso, ¡he llegado al pueblo!, ¡he llegado a mi verdadera casa!
C. Requejo Casado